Sobre tercos y cabezones

Al terco y testarudo se le llama cabezón, almendruco y otro capazo de epítetos que inciden de manera más directa o tangencial en la dureza, el tamaño y la pesadez del seso. Son como peñascos y, como la mayoría de personas son más adaptables que ellos, suelen acabar ganando las batallas. Probablemente, te los encuentres como jefes o como presidentes del Gobierno.

Cabezón es un calificativo escurridizo, sobre todo, porque no hay cosa que guste más a un caborro que acusar a otros de tener la testa de titanio. Actúan como esos intolerantes que señalan a otros como intolerantes por criticar su intolerancia.

Mara Aznar Briones, psicóloga y coautora del libro Deja de intentar cambiar, explica que muchas de estas personas acaban solas. No las abandonan, son ellos quienes se lo curran y expulsan a la gente de su vera: «Cuesta aguantar esa rigidez, al final puedes rodearte de un séquito, pero para eso hace falta poder [es el caso de los palmeros que acurrucan cada día a artistas intratables, a millonarios, a políticos], y, aun así, ¿el poder cuánto dura? Además, hoy somos personas que no tragamos con cualquier tipo de relación».

ENTRE PERSEVERANCIA Y DESEO DE DOMINIO
Pueden dividirse en dos modelos: «Hay una testarudez que parte de la pura perseverancia. Personas que, si empiezan algo, tienen que acabarlo y persisten hasta el final; estaríamos hablando de alguien muy responsable. Luego están los que quieren imponer su criterio y piensan que su verdad es la verdad y no hay más; son muy dominantes», describe.

La obcecación, incluso en el último caso, no es uniforme: existen tercos porosos en los que pueden llegar a infiltrarse las posturas de los otros hasta hacerlos empatizar y admitir la posibilidad de la duda; pero también los hay intraspasables y marmóreos. «Al final, hablamos de poder», sintetiza la experta.

Suele haber, detrás de esta actitud, un temor. «Todo el motor de comportamiento es el control: si imponen su idea y consiguen que se lleve a cabo, logran que no haya lugar a la improvisación porque son ellos los que manejan. Tienen miedo a situaciones que no controlan».

La falta de control no se refiere solo a situaciones prácticas; también a opiniones, a visiones del mundo.

Existen cabeza–yunques que atropellan y otros que seducen. «Las habilidades sociales juegan un rol importante. Se puede ser terco, pero si tienes habilidades sociales, persuades, llevas las cosas a tu terreno de manera sibilina», distingue Aznar Briones. En la otra margen están los que «se mueven por la irritabilidad, que es un neuroticismo». Son los de la vena en cuello y los brazos cruzados: «Te cabreas, te sulfuras y no convences, pero te pones tan pesado que al final te dan la razón».

Personas tercas y cabezonas
MANIPULANDO AL JEFE
La obstinación monolítica en un amigo es un coñazo; en un compañero de trabajo o un superior, es un problema.

De tu amigo puedes reírte, aprender a esquivar ciertos temas, e incluso esquivarlo a él. Pero en el entorno laboral, a veces, uno debe defender su posición (por ejemplo, cuando se buscan responsabilidades de un error) a riesgo de sufrir algunas consecuencias adversas.

«A nivel laboral, enfrentarse directamente con este tipo de personas e intentar convencerlas, no es nada útil ni práctico. Y menos si hablamos de un superior. Además, hay quienes disfrutan el conflicto y se sienten cómodos en él. Enfrentarlos sería como darles de comer», advierte la psicóloga.

En un tú a tú, te devoran. Aznar Briones aconseja buscar aliados y rodeos, cambiar de punto de apoyo, o por ejemplo, «tener la habilidad de ofrecerle el beneficio que obtendrá, hacer que, cuando se trata de una iniciativa positiva, parezca que ha sido idea suya».

Pero ¿y la vergüenza?, ¿y el amor propio? La mayoría de personas sabrían identificar cuándo les están colocando una medalla que no les pertenece; muchas lo tomarían como una ofensa o un acto de condescendencia. ¿No lo ven así los obcecados?

El ego acorta el campo de visión: «Cuando vemos alimentado el ego, da todo igual, ya no te percatas de que te están haciendo el lío, solo percibes el beneficio; y eso te puede más».

LA INUTILIDAD DE DISCUTIR
Muchas de las discusiones que se mantienen cada día en la calle o en la oficina son inútiles porque primero se fijan posiciones y luego se busca cómo sustentarlas; o cómo dinamitar la postura contraria para que la tuya, aunque sea la más ruinosa y la menos apetecible, sea la única que quede en pie. Así funciona la comunicación política. Los argumentarios que los partidos distribuyen entre sus correligionarios no son más que esfuerzos por apuntalar un tejado que casi nunca tiene cimientos.

La comunicación dentro de toda organización regimentada dispensa siempre, quizás por necesidad, algo de cabezonería. Luego hay personas que se toman la pareja como una institución en perpetua lucha por el poder. En estos casos, es detectable: «Este tipo de conductas asoman desde el principio, desde el adónde vamos a cenar hasta en conversaciones sobre cualquier tema».

Esas parejas están desniveladas y es difícil revertir la jerarquía. Cuando la parte débil intenta hacer valer su criterio, aunque crea que tiene razón (aunque lo sepa), acaba agotándose y desistiendo. «Es lo normal. Pero hay personas que no ceden. Eso daña la relación porque no hay una capacidad de escucha real».

TENER RAZÓN AL MARGEN DE LOS ARGUMENTOS
Poco importan los contenidos del debate: los contenidos no dan la razón, ellos sienten que su razón preexiste, y ya piensan después cómo la van llenando. Por eso pueden contradecirse sin sonrojo ni detectar su incongruencia, porque para ellos no la hay, para ellos existe solo una verdad: que están ungidos por la razón y que todo lo que ayude a sostener esa unción será legítimo e imperativo.

¿Y cómo se relacionan con sus errores?

El arrepentimiento no comparece en los tercos pata negra: «No suelen ver culpa en sí mismos sino en la circunstancia. Consideran que siempre lo hacen bien, lo montan todo para que se vea que no fueron responsables del fallo», cuenta Aznar Briones.

«Se ofenden rápido, no están acostumbrados a la crítica, responden con ataques o desviando la culpa. Sí pueden admitir errores cuando no implican ni perjudican a nadie, cuando pueden decir “he fallado” y frustrarse con ellos mismos».

No obstante, es complicado pintar un perfil estático y dar unas causas al porqué de los sesos duros. A unos se les agranda el cráneo por inseguridad y baja tolerancia a la frustración; a otros, por disponer de un ego recio y una pronunciada falta de empatía.

Sea como sea, no son sujetos seducidos por acudir a terapia para apretarse un par de tuercas. Para ellos implicaría asumirse como seres erróneos. No necesitan revisarse sino que alguien les bombee. Por eso, llegado el caso de la fragilidad o el hundimiento, acaban en la consulta de un coach