«¿Eres tú el que nos ha pitado?». Después, el impacto. Sorpresivo, imprevisible, gratuito, brutal. Un estallido de luz que penetra por un ojo, el que ha recibido el golpe, y enceguece el cerebro. El socorrista escucha el grito de su compañera. Se tambalea. El ‘shock’ por la agresión, la conmoción, la incredulidad, el estupor, la humillación… dejan el dolor en un segundo plano. Pero aún así siente esa especie de mordisco en la ceja, palpitando al ritmo que le marcan los latidos de un corazón que cabalga desbocado. El aire se ha vuelto muy denso de repente, y se niega a entrar en sus pulmones. Está mareado. Se deja caer sobre la arena. Su compañera, aterrorizada, llora sin consuelo. Está sufriendo un ataque de ansiedad. Como él. El chico, apenas veinte años, cierra los ojos y se deja hacer por sus compañeros: un grupo de chavales de Protección Civil, de socorristas como él que, sin más parapeto que la escasa autoridad que les confieren sus chalecos anaranjados y un agudo silbato, se han convertido en la primera barrera frente a tantos cafres, patanes, borrachos, ‘chunda-chundas’ y macarras como se dan cita en las playas estos días. Inevitable acabar chocando con alguno.

Pero lo ocurrido esa jornada, la del sábado 27 de julio, supera todos los límites ya conocidos. Sobrepasa los insultos y desprecios recibidos cuando se conmina a alguien a salir del agua un día de bandera roja -«pero si nado cien veces mejor que tú, imbécil», es una de las respuesta tipo que se les ofrecen-, cuando se les reprocha que hayan tirado los cascos del botellón al agua, entre las rocas -«métete en tus asuntos, payaso. ¿O quieres llevarte dos leches?»-; cuando se les recrimina que estén haciendo cabriolas con la moto acuática o la lancha rápida a escasos metros de los bañistas -«’pringao’, mira a ver si se te está ahogando algún abuelo y no me comas la cabeza»-, cuando…

Este mediodía del que estamos hablando, la pareja de socorristas que presta servicio en la playa de Veneziola, al final de La Manga del Mar Menor, observa dos yates de pequeñas dimensiones -en torno a siete u ocho metros de eslora- aproximándose peligrosamente a la línea de boyas que baliza la zona para bañistas. La frontera sirve a la vez como red antimedusas, merced a la malla lastrada que llega hasta el fondo. Uno de los barcos supera la línea sin problemas y el otro se la lleva puesta en el casco, arrastrándola durante una veintena de metros y formando una especie de copo.

Apenas a quince o veinte metros de las embarcaciones algunos bañistas observan atónitos las maniobras de los tripulantes de ambos yates, que están suponiendo un riesgo para la seguridad de quienes han acudido a esa playa a disfrutar de una jornada de relax.

Uno de los socorristas, el chico, se precipita hacia la orilla y comienza a requerirles, a golpe de silbato, para que abandonen la zona de baño, perfectamente delimitada no solo por la baliza, sino por una veintena de barcos cuyos patrones, estos sí, respetuosos y conscientes de las normas, los han fondeado a una prudencial distancia.

De una de las embarcaciones desciende un hombre. Tiene unos 40 años. Lleva un bañador negro con franja roja y unas gafas de sol azules. Se encamina decidido hacia el puesto de socorro, caminando con sus pies descalzos entre las toallas y las sombrillas. Se encara con el socorrista y le espeta: «¿Eres tú el que nos ha pitado?». Y sin más le asesta un brutal puñetazo sobre un ojo, con el que le parte una ceja y le produce un tremendo hematoma.

En la playa se monta un revuelo. Algunos bañistas intervienen y reprochan al agresor su actitud. Llega una patrulla de la Policía Local de San Javier, la Guardia Civil, voluntarios de Protección Civil que se apresuran a atender a sus compañeros, afectados ambos por un ataque de ansiedad, además de las lesiones evidentes que presenta el chico.

El presunto agresor, que viajaba en uno de los barcos junto a una mujer y a otro hombre, es identificado como Mariano P.P., vecino de San Pedro del Pinatar y propietario de una pequeña empresa del sector de la construcción. Acaba en el cuartel de la Guardia Civil de Cabo de Palos, a la espera de ser citado por un juzgado de Instrucción de San Javier por presuntos delitos de lesiones y también de daños, derivados de la rotura de la red antimedusas.

Un puñetazo muy caro
Las apariencias indican que el puñetazo le va a salir muy caro. El Ayuntamiento de San Javier ya ha anunciado que se va a personar como acusación particular en el procedimiento penal, que muy probablemente vaya a cerrarse con unos días o meses de arresto -que no cumplirá si no tiene antecedentes o reincide-, una multa y el pago de una pequeña indemnización al socorrista.

Una escasa pena, de cualquier modo, para el sospechoso de la «brutal agresión» a un joven servidor de la ciudadanía, como este jueves lo calificó el jefe en funciones de Protección Civil en San Javier, Chema Gil.

Más problemas pueden derivarse, sin embargo, del aparente hecho de haber sobrepasado con el barco una línea de balizas y haber puesto presuntamente en riesgo la seguridad de los bañistas. Sobre este asunto concreto, quienes tienen mucho que decir son los responsables de la Capitanía Marítima de la Región, con sede en Cartagena, que ya tiene abierto un expediente contra los barcos implicados en el incidente. Fuentes de la Delegación del Gobierno explicaron que estas actuaciones administrativas permanecerán en suspenso hasta que exista una resolución en el ámbito penal, momento en el que se reactivarán.

Al margen de la posible inmovilización cautelar de las embarcaciones, que algunas fuentes del Consistorio de San Javier daban ya por hecha, las sanciones por infracciones graves cometidas en el mar pueden alcanzar los 60.000 euros. Todo un puñetazo… a las carteras.

Fuente: laverdad.es