Los pilotos militares evitan hablar de heroísmo, pero en la base aérea de San Javier ha quedado una memoria del valor colectivo en la que brillan protagonistas de vuelos históricos y aterrizajes al límite, no siempre tan aciagos como el del comandante Francisco Marín Núñez.

Decisiones que se toman en décimas de segundo, a varios kilómetros de altura y con la sangre corriendo por el cuerpo como una coctelera, forman parte del trabajo en el aire. Los pilotos militares evitan sin embargo hablar de héroes. Prefieren llamarse profesionales, porque han sustituido la bravura de los aviadores pioneros por el exigente plan de estudios en la Academia General del Aire de Santiago de la Ribera, el riguroso entrenamiento previo y una minuciosa preparación de cada vuelo. Aún así, cabe preguntarse si los pilotos militares están hechos de una materia especial, a prueba de situaciones límite. La memoria de valor colectivo que ha quedado en casi un siglo de funcionamiento de la base aérea de San Javier -desde 1929, aunque la AGA se creó en 1943-, incluye no solo panteones de pilotos, sino también un firmamento de estrellas que protegieron en el último momento un aterrizaje aciago o un despegue desafortunado.

Llama la atención que solo seis meses después del peor accidente que se recuerda en la Academia, del 18 de enero de 1950, cuando murieron 16 personas -entre ellas el coronel Jesús Fernández Tudela- a bordo de un Junker a la altura de Tobarra cuando se dirigían a Albacete desde San Javier, partiera de la pista costera otro Junker el 22 de julio y, en el mismo término municipal, fallaran los motores, de modo que el aparato alemán perdió altura hasta tocar el suelo, donde se desprendió el plano derecho. «La pericia del comandante Eduardo Arreondo salvó a los 18 tripulantes», cuenta el teniente coronel Pablo Meroño en su libro ‘La aviación y el Mar Menor’. En el desafío de volar no caben dudas ni recelos.

Y no hay que viajar tan atrás. Cuenta el historiador militar Marcelino Sempere que el expiloto de la Patrulla Águila Javier Cruz se eyectó dos veces de sendas aeronaves en una decisión in extremis. Hay a quien el peligro inminente se le cruza varias veces en el camino, y quien no llega a sentir nunca el vértigo del fin. «Los pilotos saben reaccionar en situaciones de emergencia, nos preparamos para eso porque un fallo en un avión puede ser fatal», comenta el exjefe de la Patrulla Miguel Puertas. Una de las estrategias para acorralar el error humano, más habitual que el de la máquina, es «decirlo para que se estudie y nadie lo vuelva a cometer», señala el expiloto.

¿Pero quién guía al primero que pone la palanca en una posición nunca lograda? El grupo de 1985 que convenció al mando para formar la patrulla acrobática: los capitanes Carrizosa, Polo, Lorenzo, Novau, Segura, Villanueva, Uribarri, Ferrer y Bordallo tienen reservado un lugar de honor en la historia de la AGA.

Acrobacias únicas

El comandante Retuerto fue el primero que incorporó el ‘looping’ invertido en el escuadrón acrobático. «Las sensaciones son superextrañas, estás viendo el cielo boca abajo y tienes que ir ajustando el avión trazando un círculo lo más redondo posible y confiar mucho en tus referencias», cuenta el piloto Rubén Pérez, exjefe de los ‘águila’. Durante cuatro años fue el ‘Solo’ de la patrulla y ejecutó las acrobacias aéreas más arriesgadas, entre ellas el ‘looping invertido’, que solo se incluye en las exhibiciones de la patrulla española. Pérez le enseñó a hacerlo al comandante Francisco Marín, fallecido el pasado lunes en un vuelo de instrucción, «para empezar y terminar a la misma altura». La presión de las fuerzas G (la aceleración con que caen los cuerpos), tan de ciencia ficción para el común de los peatones, juega con el flujo sanguíneo de los pilotos mientras su cerebro utiliza el riego mínimo para ejecutar la siguiente maniobra.

Los ‘águila’ son la única patrulla del mundo con el expediente limpio de siniestralidad. También son los únicos que aterrizan en formación. «Tiene muchos condicionantes. Una vez le reventó la rueda a uno de los C-101, pero no hubo daños porque todos sabíamos qué hacer», cuenta Rubén Pérez. Si la complejidad de hacer dibujos en el aire en formación es alta, «por separado llevas al límite la presión negativa y positiva», explica el piloto, quien destaca la caída a velocidad cero que realiza el ‘Solo’ como una hoja de árbol. «Tienes que tener confianza ciega en el avión», señala Pérez. Todos coinciden en la «nobleza» del C-101, pero no siempre los pilotos tuvieron máquinas tan fiables en la AGA.

Aviones de tela y madera

Cuesta imaginar el coraje necesario para despegar cada día los pies del suelo en una época en la que el Ejército contrataba a enteladoras, que reparaban la cobertura textil de unos aviones cuya parte más sólida era de madera. «Había un camión que iba al Carmolí a recoger constantemente trozos de los aviones que se estrellaban», cuenta el historiador Sempere. «Al principio le echaban mucho valor. Había un heroismo colectivo», describe el espíritu de los pioneros.

Ese arrojo debía respirarse en el aire en aquellos tiempos aventureros porque incluso los fotógrafos aéreos se la jugaban entre las nubes. Cuenta el fotógrafo Miguel Ferrer que su abuelo, observador de la Marina, Miguel Ferrer Colomer, se ataba los pies con el cinturón del asiento para sacar medio cuerpo del Hispano E-30 para evitar las alas en su objetivo. La magia del roce directo de la atmósfera sobre la cara a varios pies de altura debe ser la respuesta al riesgo. «He volado en una Bücker sobre Los Martínez del Puerto al atardecer, con el aire en la cara, y es inigualable», revela Sempere.

El profesor comunicaba las órdenes al alumno a través de un embudo con un tubo en medio del estruendo del motor y los vientos cruzados. «Con Franco se estrellaba un avión al mes», contó en un artículo el teniente coronel José Ignacio Domínguez. «Los aviones eran heredados de la guerra, sin repuestos, y la pista se asfaltó en 1952, pero antes topaban con zanjas, daban trompicones y hacían eses, sobre todo con la Bücker, que tenía el morro levantado y no les dejaba ver lo que tenían delante», describe el historiador, que da cuenta de «numerosos heridos con contusiones en aquellas décadas en precario». Con una Bücker se estrelló el piloto Emilio Herrera contra el hangar del dirigible de la base de San Javier, un blanco favorito en los bombardeos.

De los aviones históricos más curiosos de la AGA, Sempere recuerda el ‘Garrapata’ (de 1956 a 1977) «demasiado anticuado», la ‘Vespa’ «como un seiscientos que volaba», y el ‘Tosferina’, que empleaban para llevar a niños enfermos porque aceleraba la curación del mal respiratorio en las alturas.

La pasión por volar iba más allá del deber. Sempere recuerda al general Salvador Díez de Benjumea, un feroz derribador de aviones republicanos en la Guerra Civil y combatiente en la Segunda Guerra Mundial con la fuerza aérea nazi. Cuando llegó a dirigir la AGA «se trajo su propio avión, un Messerschmitt Bf 109 alemán con el que cada día salía a hacer su tabla de acrobacias. Nadie más lo pilotaba», apunta Sempere. El hijo de quien llegó a ser ministro del Aire encontró su final a bordo de un Junker en el Carmolí. En este promontorio volcánico enseñaban a volar dos pilotos legendarios de la temida escuadrilla Lacalle republicana, Gonzalo García Sanjuán y Ramón Castañeda, según relata Pablo Meroño en su libro. Conocido como el ‘Chato de Carabanchel’, Castañeda cayó al Mar Menor con un alumno en 1938, pero antes había posado para la famosa foto del cartel propagandístico junto al americano Harold Dahl. Ambos quedaron inmortalizados en la portada de la revista ‘Estampa’ como aviadores de un tiempo de héroes.

La experiencia traumática de un derribo en vuelo por el bando enemigo no hacía desistir a los intrépidos del aire. Juan Domínguez Benet obtuvo el título de piloto militar un año después de caer en Teruel en una avioneta Miles Falcon. Meroño tuvo ocasión de conocer al piloto Cándido Palomar antes de que falleciera con 100 años en 2015. El republicano acumulaba numerosas incursiones aéreas sobre las líneas enemigas con su ‘chato’, aterrizajes forzosos y ataques de la Legión Cóndor. Veraneaba en sus últimos años en San Pedro del Pinatar bajo un cielo en paz.

Con la guerra ya lejana, Sempere reconoce que «muchos accidentes se debían a imprudencias». Es conocida la afición de algunos pilotos de otras épocas a pasar debajo de los puentes, a saludar a las novias desde el avión o a planear sobre los campos casi rozando los cultivos. «Con la modernización llegó otra disciplina».

No es raro que la mayoría de los accidentes se concentre en las primeras décadas del siglo XX. «La transición democrática lo fue también de material, los aviones incorporaron radios, y había más rotación del profesorado con especialistas que habían aprendido fuera, por lo que bajó la siniestralidad», señala Sempere. El historiador destaca el periodo de los sesenta a los ochenta como una actividad aérea frenética. «Se hacían 20.000 horas de vuelo al año, cuando ahora se suelen hacer 11.000», acredita.

Los vuelos reales

«La llegada del Príncipe Juan Carlos fue una revolución en la base de San Javier», cuenta Sempere. La del rey emérito fue la primera promoción que voló en la Mentor, que se despidió de la pista de San Javier con la de su hijo Felipe. Utilizaron el mismo avión, pero con una diferencia sustancial. Franco prohibió que Juan Carlos volara solo, como único heredero de la Corona que era. Siempre lo hizo junto a un instructor, a diferencia del rey Felipe, quien protagonizó la ‘suelta’ -como llaman al primer vuelo en solitario- más tensa de la historia de la AGA. Cuentan en la base aérea que, para frenar los excesos de euforia de los alumnos, escondían en los aviones un medidor de alturas, que si daba después una medida desproporcionada en la gráfica se traducía en un severo castigo. Algún instructor le sopló al entonces príncipe en voz baja: «Alteza, que lleva ahí el cacharro».

Sempere apunta que «el rey Felipe tenía que haber volado en la Tamiz porque eran los aviones que llegaron en 1987, pero estos aviones chilenos dieron un montón de problemas y dos profesores murieron porque se les gripó el motor. La calidad de los mecánicos de la base hizo posible una mejora total del avión».

Fue sin embargo con el C-101 cuando «el índice de accidentes baja a uno cada 10 años». Pilotos y expertos destacan la versatilidad de este avión español, que se emplea para la enseñanza de vuelo básico y también para las acrobacias de la Patrulla Águila. «Estamos al nivel de las principales fuerzas aéreas del mundo en formación», destaca el piloto Rubén Pérez, quien evoca las misiones en Los Balcanes, Libia, Lituania o Afganistán en las que han participado pilotos de la AGA.

Con el popular Mirlo, el escuadrón puntero del Ejército del Aire realizó el vuelo ‘Águila Polar’ a través de Islandia, Groenlandia y Canadá. El vuelo más complejo que se ha organizado desde la AGA tuvo un final abrupto; los pilotos se encontraron un huracán en EE UU y tuvieron que dar la vuelta tras superar todas las paradas. No lo hubieran podido ni imaginar los pilotos de los años cincuenta, que como viaje de fin de curso se elevaban en sus Búcker para dar la vuelta a España como máximo reto en el aire.

Fuente: laverad.es