El “ecocidio” del Mar Menor
El Mar Menor, la laguna salada de Murcia vuelve a vomitar peces muertos. Casi dos años después de la mortandad que dejó sus orillas sembradas con toneladas de peces y crustáceos, este ecosistema único sigue sin levantar cabeza. El nuevo episodio es una consecuencia de su deterioro. Y los científicos advierten de que, si no se hace algo ya, habrá más y serán cada vez más graves. Y pueden llevarlo al colapso.
El ecocidio del Mar Menor continúa. Varias playas de la cubeta sur han aparecido sembradas de miles de alevines de peces muertos, sepias y pulpos, mientras que las quisquillas saltaban fuera del agua. No es la primera vez. En 2016, las caracolas ponían tierra de por medio como podían, intentando escapar de su hábitat, y en 2019 las lubinas se lanzaban como torpedos hacia la arena, donde quedaban varadas. Si ver a un pez ‘suicidarse’ ya es un espectáculo deprimente, asistir en directo a la agonía de todo un ecosistema resulta aterrador.
Eutrofización en el Mar Menor
Las imágenes tomadas con sus móviles por los veraneantes y vecinos en Los Nietos, Los Urrutias, Mar de Cristal y Cala del Pino han inundado las redes sociales y han reactivado la preocupación por la salud de la laguna salada más grande de Europa, afectada por la eutrofización: la contaminación por exceso de nutrientes que llegan de la agricultura y la ganadería intensivas, en este caso, los abonos de decenas de miles de hectáreas de regadío y los purines de cientos de miles de cerdos de las granjas porcinas que lo rodean; además de la presión urbanística.
Anoxia en el Mar Menor
Crece el temor a que se produzca una réplica del terrible episodio de anoxia –ausencia de oxígeno– que ocurrió el 12 de octubre de 2019. La laguna sigue, como entonces, cargada de nutrientes (le entran 3000 kilos diarios de nitratos procedentes del campo de Cartagena); la turbidez aumenta y la salinidad disminuye. Y el acuífero al que está conectado rezuma por todas partes… A poco que las condiciones meteorológicas le pongan la zancadilla —una gota fría que endulce el agua, seguida de unos días sin viento que la estratifique— volverá a caer. Y volverá a levantarse. Es una historia que se repite en las masas de agua eutrofizadas, donde se suceden las mortandades, las mareas rojas, las crisis de anoxia… Hasta que sucumben.
¿Cómo hemos llegado a esto?
¿Cómo hemos llegado a esto? «El Mar Menor era una rareza. Una laguna costera hipersalina, de aguas transparentes porque tenía muy pocos nutrientes. Su destrucción es la mayor catástrofe ecológica que está sufriendo este país. Y es la crónica de una muerte anunciada desde los años noventa del pasado siglo, pero que entró en su fase crítica a partir de la primavera de 2016», explica Julia Martínez, directora técnica de la Fundación Nueva Cultura del Agua y una de los diez científicos de seis entidades que redactaron el informe de síntesis sobre el colapso ecológico de la laguna, entre ellos el Instituto de Español de Oceanografía (IEO), CEBAS-CSIC y las universidades de Murcia, Cartagena y Alicante.
«Durante aquella ‘sopa verde’, que enturbió tanto las aguas que se volvieron verdosas, vimos algo estremecedor: un éxodo sin orden ni concierto de todas las especies en busca de zonas oxigenadas; incluso el hexaplex [un molusco parecido a la cañadilla], cuya movilidad es muy limitada, huía», recuerda. «A lo largo de 2017 y 2018 hubo una cierta mejoría en cuanto a la transparencia y los niveles de oxígeno, pero la capa profunda del Mar Menor estaba muerta. La recuperación de las praderas solo se produjo en los bordes más someros. Con la muerte de las praderas perdimos la única barrera que aislaba la columna de agua de los sedimentos del fondo, que contienen nitrógeno, fósforo y metales pesados (estos últimos procedentes de siglos de actividad minera en la vecina sierra de La Unión). Mientras tanto, el Mar Menor, que sigue recibiendo enormes cantidades de nutrientes de la agricultura, empezó a recibir también esos flujos de nutrientes procedentes del fondo. Y se desató entonces una reacción en cadena», relata Martínez.
Vertidos de nitratos al Mar Menor
A pesar de la aparente mejoría, los niveles de clorofila —el indicador de la presencia del fitoplancton— se habían disparado. Por tanto, había riesgo de otra ‘sopa verde’. En septiembre de 2019 hubo una DANA, un temporal que hizo de escoba y arrastró toneladas de sedimentos y nutrientes de los campos recién sembrados al Mar Menor. Esas escorrentías activaron la eutrofización (la contaminación por exceso de nutrientes de la agricultura y la ganadería intensivas) en la capa superior.
Pero además, como entraron aguas pluviales, el Mar Menor se estratificó en dos capas que no se mezclaban entre sí por la diferencia de densidad: siendo la superficial menos salina y, por tanto, menos pesada que la del fondo. La elevada turbidez del agua redujo la luz drásticamente. Los científicos recuerdan que bucear en el Mar Menor aquellos días era como hacerlo en tinta china, totalmente a oscuras, y que cuando metían el oxímetro para medir los valores de oxígeno a partir de tres metros de profundidad, daba cero. Además, cuando salían a la superficie el traje de neopreno olía a huevos podridos.
Esto pasaba porque en la capa del fondo se estaba desencadenando un fenómeno llamado euxinia. Es tan raro que solo se ha documentado en unos pocos lugares inhóspitos del planeta, como el Mar Negro o profundidades abisales, desde luego no en una laguna cuya profundidad máxima es de siete metros. «Hay microorganismos capaces de vivir sin oxígeno. Son las bacterias del azufre. El color negro del agua y el olor a gas sulfídrico que emanaba de la laguna eran claros indicadores de la existencia del metabolismo de estas bacterias, que emiten sulfuros tóxicos para muchos animales y plantas», afirma Martínez.
«Durante aquella ‘sopa verde’, que volvió las aguas verdosas, vimos algo estremecedor: un éxodo sin orden ni concierto de todas las especies en busca de zonas oxigenadas. Huía incluso el hexaplex, un molusco de movilidad muy limitada»
El problema del Mar Menor está en tierra
Pasaron los días mientras se cocía a fuego lento un guiso envenenado en una marmita con un perímetro litoral de 73 kilómetros, y que terminó por derramarse en una playa de San Pedro del Pinatar. «Un mes después de la DANA, un cambio del viento empujó la capa superficial del agua hacia el sur de la laguna. Esta arrinconó a la capa profunda, que basculó y emergió como un iceberg en la parte norte. Era agua sin oxígeno y tóxica que fue matando todo lo que encontró a su paso».
Peces e invertebrados quedaron atrapados entre la espada y la pared. Las doradas y las lubinas empezaron a saltar a tierra. En la orilla se retorcían los lenguados, los sargos, las quisquillas… Todos revueltos. Cangrejos y anguilas, que aguantan durante horas fuera del agua, morían enseguida, emponzoñados por los sulfuros de la euxinia. Muchos vecinos hacían fotos, algunos lloraban y otros metían a las anguilas en cubos para trasladarlas a otras playas en sus coches.
«Yo creo que el Mar Menor es un ensayo de lo que va a suceder en el Mediterráneo en los próximos 50 años por las agresiones humanas y el cambio climático»
«El problema del Mar Menor está en tierra», afirma Jesús Antonio Gómez, expatrón mayor de la cofradía de pescadores de San Pedro del Pinatar. Y hace memoria. «Yo empecé a pescar a los catorce. Por entonces se urbanizó La Manga, y en 1976 se abrió el canal del Estacio para que los yates pudieran pasar al puerto. Con la entrada de agua del Mediterráneo bajaron la salinidad y la temperatura y entraron especies invasoras. Y el mújol, que era el pescado emblemático, ya no se recuperó ni en calidad ni en capturas. Yo creo que el Mar Menor es un ensayo de lo que va a suceder en el Mediterráneo en los próximos 50 años por las agresiones humanas y el cambio climático. Por lo pronto, no puede ser que en un sitio tan pequeño haya diez puertos deportivos y 6000 barcos a motor y motos acuáticas».
La siguiente agresión fue el urbanismo desaforado, que solo se tomó un breve respiro cuando estalló la burbuja del ladrillo. La laguna atrae a medió millón de residentes en verano que tiran de la cadena. El mantenimiento de los alcantarillados deja mucho que desear. Y las depuradoras colapsan con las lluvias torrenciales. Y en esta comarca, una de las más áridas de España, solo llueve torrencialmente. El 15 por ciento de los vertidos al Mar Menor son residuos urbanos.
Pero el 85 por ciento restante proviene de la agricultura. La llegada del trasvase Tajo-Segura, en los ochenta, le cambió la cara al campo de Cartagena, un secano de algarrobos y almendros, asociado a molinos de viento para extraer agua de pozos, ha ido transformándose en una sofisticada máquina de regadío capaz de sacar adelante cuatro cosechas al año. La misma empresa que planta las semillas y recolecta las lechugas, las envasa sobre el terreno, las comercializa y las pone en un supermercado de Liverpool o Hamburgo al día siguiente. Hay 60.000 hectáreas cultivadas. Unas tienen concesión de agua, otras no.
Los regadíos ilegales en el objetivo
«Todos negaban que hubiera regadíos ilegales, a pesar de las denuncias, hasta que hicimos una cartografía con fotografía aérea en 2017 y vimos que había al menos 10.000 hectáreas ilegales», explica Pedro García, de la Asociación de Naturalistas del Sureste (ANSE). Como el agua del Trasvase no es suficiente, se abrieron pozos. Miles. Hay uno por kilómetro cuadrado. Toman agua del acuífero Cuaternario, que es salobre. Hay que desalarla. Además de las grandes desaladoras públicas, se instalaron desalobradoras privadas. Cientos. Muchas escondidas en zulos. El agua cargada de nitratos y el rechazo de salmuera de la desalación van a parar al Mar Menor. «Después de veinte años de denuncias, no se ha clausurado ninguna explotación ilegal», se lamenta Julia Martínez.
No se trata de criminalizar a la agricultura, sino de perseguir a los que incumplen la ley, dicen los expertos. Y procurar que el modelo agrícola sea compatible con la supervivencia del Mar Menor, del que dependen la pesca, el turismo, la hostelería y miles de negocios
Hay en marcha una investigación judicial, el caso Topillo, con decenas de empresas imputadas, entre ellas varias compañías internacionales. Pero la instrucción ya se demora varios años y aún no ha llegado a juicio. En cualquier caso, no se trata de criminalizar a la agricultura en general, sino de perseguir a los que incumplen la ley. Y procurar que el modelo agrícola sea compatible con la supervivencia del Mar Menor, del que dependen además la pesca, el turismo, la hostelería y miles de negocios.
El episodio actual dura ya varios días. Algunos investigadores apuntan a que esta vez la disminución de los niveles de oxígeno está muy localizada y se debe, sobre todo, a las altas temperaturas del agua. Otros discrepan. Pero casi todos temen que en otoño, con las lluvias, la situación se descontrole. Cada vez son más los que piden una acción decisiva de las administraciones, al margen de ideologías.
Motivos de esperanza
Hay esperanza, sin embargo, sí. La movilización social es lo único bueno que salió de la ‘sopa verde’ de 2016 y la mortandad de 2019. Asociaciones vecinales, colectivos ambientales, colegios… Pacto por el Mar Menor, SOS Mar Menor y otras organizaciones continúan sumando voluntades. Y hay dos iniciativas en marcha pioneras en Europa.
Una pide que se reconozca el delito de ecocidio, como en su momento se reconoció el de genocidio. «No estamos hablando simplemente de un delito ecológico. El Código Penal no está preparado para este tipo de catástrofes. Los delitos contra los recursos naturales están pensados para vertidos y daños ocasionales, ¿pero qué pasa cuando lo que se está dañando de modo irreversible es todo un ecosistema, que además es un espacio natural blindado por todo tipo de figuras de protección y convenios internacionales, uno de los más protegidos sobre el papel de España?», expone Eduardo Salazar, abogado y experto en Derecho Ambiental. «El colapso del Mar Menor es un ecocidio, y un delito de esta magnitud, que puede impedir el uso y disfrute a las generaciones venideras de todo un territorio, no debería prescribir».
Para que exista el ecocidio, antes habría que dotar a la naturaleza de derechos. De ahí nació la idea de dotar al Mar Menor de personalidad jurídica, impulsada por Teresa Vicente, catedrática de Filosofía del Derecho de la Universidad de Murcia.
«Si las sociedades mercantiles tienen derechos, ¿por qué no los ecosistemas? Se facilitaría que cualquier ciudadano pudiese llevar ante los tribunales a los responsables de los daños producidos en la laguna y que esta pudiera ser defendida en igualdad de condiciones ante sus agresores, al ser un sujeto de derechos y no meramente un objeto. Estaríamos a la vanguardia jurídica y nadie se debería rasgar las vestiduras, porque las leyes deben adaptarse a los tiempos. Y estamos en el Antropoceno. Ya hay ecosistemas con personalidad jurídica en otros continentes, como el río Atrato (Colombia) o el Whanganui (Nueva Zelanda)».
Una iniciativa legislativa popular fue admitida a trámite en el Congreso, pero hacen falta 500.000 firmas para que el proyecto de ley sea debatido. Hasta la fecha se han recogido casi 300.000 y el plazo termina en octubre.
Nuestro reloj biológico mide la vida en unas pocas décadas; pero los ecosistemas duran miles, millones de años. O deberían… Por eso su declive pasa más inadvertido. Pero el Mar Menor, cada vez más frágil y menos resiliente, se ha ‘humanizado’. Nadie sabe cuánto le queda, pero empeora a ojos vista y puede que su esperanza de vida se haya reducido tanto que no sea mucho mayor que la de los seres humanos que viven junto a él, se ganan la vida gracias a él, o disfrutan de sus aguas. Si algo tan cercano, pequeño y familiar se nos muere, ¿cómo podemos aspirar a salvar el Mediterráneo, el Ártico o la Amazonía?
Fuente: abc.es