¿Identidad idiomática o idiotez?

Como he confesado en otras ocasiones, durante un tiempo de mi vida, viaje más de lo que hubiese deseado; muchos de esos viajes los hacía en el tren. Me parecía un medio de transporte confortable, en el que podía conocer gente, hacer amistades, aunque fueran tan efímeras como el viaje mismo. Me gustaba observar al pasaje, familias con niños, hombres de negocios pegados a sus papeles, ordenadores o teléfonos portátiles. Una autentica amalgama de desconocidos compartiendo el espacio de un vagón.

Al salir de la estación de Valencia, subió una mujer, de la que no se podía destacar nada, ni guapa, ni joven, ni atractiva. Un rato después me la encontré en el coche cafetería, donde había ido intentando apartar de mi cabeza la nube negra que durante todo el día llevaba sobre mí. Estábamos solos y fue inevitable entablar conversación, trivial y tópica al principio pero que después fue entrando en materias más intimas. Ella necesitaba desahogarse y allí estaba yo.

Tras contarle yo mis cuitas y los motivos de estar tan taciturno ese día, ella me habló de su matrimonio roto en Mallorca, donde se fue a vivir, desde Murcia, tras casarse. Allí tuvo a sus hijos y encontró trabajo tras unas oposiciones de funcionaria de la Seguridad Social. Allí se separó de su infiel marido y allí perdió a sus hijos, que le echaban en cara no concederle a su padre una segunda oportunidad. Pero no era tal segunda oportunidad, era la cuarta o la quinta y no estaba dispuesta a seguir con ese juego. Sus hijos no le entendieron. No le quedaba nada, más que el trabajo y la vida en su ciudad de ensueño, Palma de Mallorca. Allí, a pesar de todo vivía feliz, viendo los amaneceres y las puestas de sol, paseando por sus calles, especialmente por el caso antiguo con la imponente catedral presidiéndolo.

Pero surgió el problema, ella hablaba peor que bien el idioma mallorquín, pero no lo escribía, cuando el gobierno insular exigió que todos los funcionarios se expresaran, tanto hablado como escrito, en el idioma vernáculo, el español, como idioma común había dejado de valer.

Como no fue capaz de conseguirlo, fue trasladada de destino regresando a su Murcia natal y ese era el viaje que la traía de vuelta después de tantos años. Ahora si que lo había perdido todo, su matrimonio, sus hijos y el consuelo de la bella Palma de Mallorca, conservando solamente el trabajo, pero en una ciudad desconocida, después de tantos años.

La obsesión por el idioma mallorquín en conflicto con el español, le supuso la pérdida de todo lo que amaba.

Mi pregunta es, si tenemos un país multicultural, con una riqueza histórica, patrimonial y lingüística por encima de cualquier otro país, ¿Por qué no hacerlo grande? ¿Por qué perdernos en disputas donde un idioma hablado en unas pequeñas islas del Mediterráneo debe imponerse a cualquier idioma del país, hasta el considerado el común a todo el territorio? ¿Por qué no hacerlos coexistir?

Luchar con su lengua, hablado únicamente en un territorio tan pequeño y cerrado contra el español es estúpido. El idioma común, por su difusión y número de hablantes es capaz de absorber al cualquier otro como está haciendo con el inglés en el sur de Estados Unidos.

Pero, sin embargo en pleno ataque de celos, las autoridades insulares exigen que en todas las instancias de la administración se utilice el mallorquín, lo cual es muy útil cuando se trata de atender a ciudadanos alemanes, ingleses y rusos de los que residen en las islas.

Todo un despropósito.

Antonio F. Samper

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